Su obra poética la podemos leer como una suerte de territorio en donde confluyen, formado un tono, una lengua, la poesía cantada y escrita de los indígenas

Nadie como el poeta peruano para observar de qué modo un poeta latinoamericano, de la provincia, pudo absorber todos los embates de la cultura moderna y global, y, al mismo tiempo, anclar todo ello a su propio lugar de habla, no importa donde estuviera, en la sierra andina o en la ciudad de París; entre mineros, obreros, soldados republicanos o peñas de artistas y poetas de Lima, Montmartre o Moscú. Ese núcleo: los Andes, Perú, la gente, lo indígena, nunca se se deshace en su obra. Fue a partir de ese núcleo que lo leyó Mariátegui, por cierto tal vez el primer gran lector de su obra, en el sentido de que percibió muy claramente, desde el inicio, cómo en su poesía se mezclaban, de manera original e inédita dentro de la literatura de su país, lo indígena y lo nuevo al margen de todo localismo o criollismo literario.
De esta manera su obra poética la podemos leer como una suerte de territorio en donde confluyen, formado un tono, una lengua, la poesía cantada y escrita de los indígenas, tal como puede verse en el trecho “Nostalgias imperiales”, dentro del célebre poemario Los heraldos negros, escritos entre 1915 y el 18, hace 100 años, aunque aparecidos en 1919. Así mismo, puede verse allí una presencia como acallada del soneto español y tonalidades sonoras del modernismo y hasta del romanticismo.
Nunca en otro poeta se dieron de manera tan cabal las imágenes poéticas y formas expresivas radicales de la vanguardia, por un lado, tal como puede observarse en Trilce (1922) o en los Poemas humanos (1939), escritos entre 1931 y 1937, y España aparta de mí este cáliz (1939), y, por otro lado, la tradición poética que para él, como para otro viejo compatriota suyo, el Inca Garcilaso, formaran la lengua clásica cantada o hablada quechua y la española. Era un vanguardista, sí, a condición de que el fragor y los conflictos de la vida y condición moderna se transformaran en una suerte de instinto o sangre en el poeta. Su “rara” poesía, ya visible en su primer libro, no era sin embargo “forzada”. Lo nuevo debía ser “natural” en el poeta, una experiencia profunda decantada y asimilada por el imaginario y la sensibilidad del poeta.
Sin embargo, ya ese primer libro tenía una sonoridad inusual que permitía, no obstante, entroncarlo con nuestra poesía modernista aún tan en boga. Al menos en este libro Vallejo no querrá torcerle el cuello al cisne del modernismo aunque ya esté buscando navegar en otras aguas. Es tan fuerte la sonoridad que recurre a ella a fin de expresar ese cierto rasgo oracular, de predestinación que ha sido observado por muchos en su poesía pero que es más que nunca palpable en ese su primer libro: Los heraldos… De hecho, se inicia con una cita del Evangelio, y en latín: “qui pótest cápere capiat”: el que tenga oídos que escuche, el que quiere entender que entienda”. Primero se oye, se escucha, luego se entiende. No al revés, como nos ha habituado la arenga, el sermón y la alocución.
Luego de ese mandato viene el célebre poema: “Hay golpes en la vida, tan fuertes…” Es un texto elegíaco y agónico. También es un soneto raro, desinflado, hoy diríamos “deconstruido”, desde el punto de vista métrico. Los encabalgamientos, las rimas asonantes impiden, en mucho, ser “escuchado” en tanto soneto. Importa más el sonido de los golpes, de la imagen del abandono de Dios, de su partida, del “hombre…Pobre…pobre!”, ahora más solo que nunca, con “los Cristos del alma” ausentes afuera. Era normal que el texto tuviera esa textura agónica; tal vez era el testamento del poeta frente al Acontecimiento de ese entonces: la Gran Guerra, la Primera, de la cual también estamos cumpliendo 100 años. La Gran Guerra por un lado, y la lengua del Final por otro, como corresponde. Pero, ¿esto es tan cierto, tan definitivo? Creo que no y se debe justamente a la gracia o eufonía del poema. Así, todo el pasado que el poema evoca, la sierra, lo campesino o indígena, es un canto, una exultación a la vida, al trabajo, al canto, a la semilla. Es decir, una celebración poética a la cultura en lo que ésta tiene de más agrario: la semilla, la labranza, los versos, que son su perfecta analogía poética. Del mismo lado, el amor, aun triste, aleja al poeta de esa visión de desamparo con la que se abre el poemario. “Amada, en esta noche tú te has crucificado/sobre los dos maderos curvados de mi beso”, dice el poeta recordando a Nervo o a cualquiera de los poetas románticos nuestros, en uno de los textos de Los heraldos. En otros versos exclama: “Luna! Alocado corazón celeste”, “Tu cabello es la ignota raicilla del árbol de mi vid”, haciendo resonar en los poemas no sólo ecos del romanticismo sino de nuestro modernismo finisecular. Así mismo, fundamentaba muchas de las imágenes en las clásicas analogías que nos hacen amigable el mundo. El agrupó estas visiones nocturnas, amorosas, estas analogías sentimentales, ágiles, “familiares” para la sensibilidad de la época, en un trecho que llamó “Plafones ágiles”, recordando, homenajeando así, la imaginación parnasiana y simbolista modernistas.
Sin embargo, era el modo del poeta de irse despidiendo de esta estética. Así no sólo contempla “plafones ágiles”, ornamentados, iluminados, románticos, de salón. También ve detenidamente arañas: “Es una araña enorme que ya no anda;/ (dice) una araña incolora, cuyo cuerpo,/una cabeza y un abdomen, sangra.” Su sintaxis desea, cada vez más desembarazarse del adorno y lo académico. Sus imágenes ahora buscan algo áspero, “real”, desamparado, pobre. No es la fealdad, es la pobreza; no es exactamente lo real, es la melancolía la que hace este contrapunto o comentario desviado dentro de formas románticas o modernistas: “Melancolía, saca tu dulce pico ya;/no cebes tus ayunos en mis trigos de luz”, dice en un poema llamado “Avestruz”. La melancolía, la singularidad ya se han infiltrado en el poemario que va a tener uno de sus momentos estelares en “Nostalgias imperiales”.
La melancolía aquí tiene algo impersonal que se dirige más bien al paisaje, a la raza, a la tierra, al territorio y el paisaje:“Sus ojos de esclerótica de nieve/[…] su cansancio imperial tal vez vigila.” –dice a propósito de una anciana india que con sus manos teje la lana, que es como labrar un “texto”, un tejido. Es decir, a todo un dominio cultural tan antiguo y vivo al mismo tiempo. Por algo dice: “Con no sé qué memoria secretea/ mi corazón ansioso.” “Nostalgias imperiales” no tiene que ver con el desamparo o el fin, sino con un ancho inicio, tan viejo, tan perdido, tan derrotado y legendario que emerge desde muy abajo (“como si abajo, abajo,/[…]se quebrasen fantásticos puñales”), cayendo también desde muy arriba: “Llueve…llueve…Sustancia el aguacero”. Tal vez sea esa la sustancia central de su poesía, desde este libro hasta Poemas humanos: el aguacero, la lluvia y humedad melancólica de la sierra y de París, de cualquier lugar, pues esa agua era también ese núcleo desde el que Vallejo imaginó y habló.
Por Jorge Romero León
jrromeroleon@gmail.com